lunes, 21 de diciembre de 2009

LUNA NUEVA (HOMENAJE)


Foto: Banux
Siendo media noche y con la oscuridad abrazándome por la espalda,
sentí un deseo irrefrenable de salir huyendo de la soledad. La luna, en fase de novilunio, me había abandonado vilmente y sólo las estrellas brillaban con fulgor enfermizo. Su parpadeo caótico me asustaba. Sus guiños me aproximaban a lo inevitable del abismo. Apenas me había alimentado y el cansancio se acumulaba sobre mis alas. Anduve volando por los alrededores del cementerio en aquel crudo diciembre buscando insectos y despojos. El invierno dota de un encanto especial a estos lugares santos. Santos o diabólicos, según se mire, porque hay leyendas de todo tipo sobre ellos.
Mi especie, el cuervo común, carne de historias terroríficas, ha sufrido el desdén de los humanos desde hace siglos y ahora, entrado el año 1800, todavía insisten en la mala suerte de quien nos mira a los ojos y los terribles designios de quien escribe con alguna de nuestras plumas negras. Nuestro graznido ha sido siempre símbolo de malos augurios y nuestro color negro por naturaleza, mal visto. Agotado y consumido por el frío, me posé en una preciosa lápida de mármol rosado con un ángel tallado mirando hacia el cielo. El ángel, con la mirada suplicante y la boca semiabierta, rezaba en silencio cada noche por el alma del difunto encomendado. Fue en ese momento cuando oí un susurro de cantos antiguos proveniente de la lejanía. Giré la cabeza a ambos lados varias veces para descubrir de qué se trataba, pero no conseguí divisar nada. Seguí posado en la tumba, mas sin poder dormir por el gélido viento y todavía impresionado por los cánticos que me había parecido percibir. Al cabo de un rato, volví a escuchar voces femeninas y dulces entonar de nuevo cantos. En ese momento me sobresalté y, volando, me posé en la misma frente del ángel custodio mirando hacia la parte más oscura del cementerio. Entre sombras de árboles meciéndose, distinguí movimientos de formas similares a las humanas bailando caóticamente. Agucé la mirada y lo que pude ver me dejó sin aliento: no eran humanos, sino espectros fantasmales de caras huesudas y harapos descoloridos bailando al son de una música diabólica. De vez en cuando se les escapaba una carcajada capaz de paralizar el corazón más fuerte. Bailaban cogidos de las manos, sus calaveras sonrientes se movían adelante y atrás en una danza frenética. Emití un graznido de terror al observar tan maquiavélica escena y, sin querer, llamé su atención. Dos de estos espectros clavaron las cuencas de sus ojos en mí y, señalándome con sus desnudos índices, empezaron a aproximarse. Presa del terror, mi cuerpo no respondió y, petrificado como el ángel, vi cómo iban acercándose los nauseabundos esqueletos hacia mí moviendo arrítmicamente sus caderas y sus brazos. Intentaban, sin éxito, seguir el compás marcado por la música envolvente, notas que se clavaban en lo más profundo del tímpano como salidas de las bocas de las sirenas. Parecían vivir una ensoñación en la que su voluntad se veía mermada por esa música.
Foto: Banux
Conseguí desentumecer mis alas y salí huyendo de aquel macabro festival sin rumbo. Estaba tremendamente atemorizado cuando divisé una luz en la ventana de una antigua casa. Era la única esperanza viva en aquel valle oscuro y tenebroso. Volé hacia ella y me precipité hasta la ventana golpeándola con parte de mi pico y con la cabeza.
Intenté mantener la calma y tranquilizarme posado en aquel alféizar de piedra, cuando descubrí en el interior de la estancia a un hombre sentado en un escritorio de madera sumido en sus pensamientos. Rondaba la treintena y, con la barbilla apoyada en ambas manos, parecía que dormitaba. Una pluma manchada de tinta negra reposaba al lado de un libro muy grueso lleno de palabras manuscritas y tachones. Su amplia frente aparecía adornada por un único mechón de pelo oscuro. Los ojos enmarcados en sombras, descansaban entreabiertos sobre un bigote recortado que dotaba a su rostro cierto respeto y madurez. De pronto volví a escuchar a lo lejos las malévolas carcajadas de aquellos entes inmundos que se me habían aparecido en el cementerio y me sobresalté. Volví a tropezar contra el cristal de la ventana ante lo cual el hombre despertó de su ensoñación. Abrió los ojos de pronto y los fijó en la puerta situada al lado de la ventana donde yo, atemorizado, aguardaba. A través de las cortinas de seda púrpura que ceñían el cuerpo de la ventana, observé cómo se sobresaltaba y abría la boca para pronunciar algunas palabras. Seguidamente, se levantó del sillón donde reposaba y se dirigió hacia la puerta, abriéndola de par en par mientras seguía profiriendo palabras que, en esta ocasión, conseguí escuchar: “Leonor, Leonor” dijo el hombre en un susurro, y se quedó largo rato mirando con tristeza la oscuridad. Cerró la puerta y volvió al interior de la estancia caminando confuso hacia el lugar donde descansaba su larga y negra capa. La rozó dubitativo, como si fuera a vestirse para salir de la casa y buscar allá donde fuera a su Leonor, pero continuó su itinerario hacia el antiguo escritorio de patas torneadas y se sentó frente al manuscrito.
Foto: Banux

Tras unos instantes, viendo sufrir sobremanera al hombre, volví a llamar al cristal de su ventana para advertirle de los peligros de los muertos, de las ánimas peligrosas que rondan los cementerios en busca de almas desprotegidas para alimentarse de sus recuerdos. Su tal Leonor, no podía ser diferente a los espectros que me habían atemorizado hacía un rato y, asimismo, igual de peligrosa. Al oír de nuevo el ruido provocado por mí, dirigió esta vez su mirada oscura hacia la ventana y se dirigió hacia ella. Decidido, abrió la ventana y entré volando en
su habitación rozando su rostro con las alas hasta posarme, como digno conocedor de lo oculto, sobre el busto de Palas, icono de la sabiduría.

Desde la ventana, el hombre se dirigió hacia mí con palabras secas, angustiosas, preguntando: “¿Cuál es tu nombre, cuervo espectral?”. A lo que yo, fijando mi mirada en la suya, respondí: “Nunca más”. Sorprendido, me lanzó una mirada escrutadora y cerró la ventana para protegerse del gélido viento que fuera amenazaba. Mas, seguidamente, se acercó a mí y murmuró para sí mirando la escultura sobre la que yo me hallaba: “Otros amigos me han dejado, mañana este cuervo también marchará”, a lo que yo, impertérrito respondí: “Nunca más”.

El pobre atormentado comenzó a gesticular gritando repetidamente: “¡Nunca más, nunca más! ¿Acaso tu amo no te ha enseñado a pronunciar otras palabras? ¡Nunca más, nunca más!”, repitió presa del delirio. “¡Monótono pajarraco del infierno!”, acabó diciendo mientras se dirigía a su sillón y caía en él como quien busca ayuda desesperadamente. Me quedé mirándole fijamente, sin apartar la mirada lo más mínimo, quería que supiera que nunca más iba a ver a Leonor, nunca más disfrutaría de su presencia y nunca más debería volver a ver inmundos fantasmas carentes de la personalidad que tenían en vida. Edgar, de quien supe el nombre al leerlo en la cabecera de cada página del manuscrito, no debía pretender reencontrarse con las siniestras apariciones que vuelven del más allá.

“¡Olvida a Leonor!”, profirió de pronto tras el duelo de miradas, “Dime, cuervo maldito, profeta enviado por el mismísimo demonio, ¿hay consuelo más allá?”. “Nunca más”, añadí a sus súplicas e improperios. “Leonor me espera en el más allá. ¡Horrendo cuervo! ¡Dilo! ¡Confiésalo! ¿Cuando muera podré recostarme en el Edén en los brazos de Leonor?”, siguió preguntando fuera de sí. “Nunca más”, acerté a decir, porque, efectivamente, eso no iba a suceder.

Continuó gritando en la alta noche este ser atormentado por la pérdida de su amada, por querer volver con ella, por desear morir para verla de nuevo. Me rogó que volviera a la tempestad de la que provenía sin dejar rastro de mis plumas negras, que le dejara solo, abandonando el busto de Palas. Suplicó que dejara de clavar mi pico en su corazón, a lo que, irremediablemente, respondí: “Nunca más”.

Y nunca más abandoné mi lugar hasta hoy. Jamás emprendí el vuelo y continúo allí posado, con mi sombra reflejada en el suelo de la habitación y el alma de Edgar unida a mí para siempre.

Autora: Yol
Relato publicado en el Recopilatorio del Concurso "Calabazas en el trastero: especial Poe"

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