martes, 1 de diciembre de 2009

LE PENDU (EL COLGADO)


El cigarrillo iba consumiéndose lentamente. La columna de humo que desprendía, dibujaba enigmáticas espirales en el aire. El silencio era profundo, tanto como la mirada de Louis, perdida en la oscuridad de la habitación. Sólo se oía el chisporroteo producido por el tabaco al quemarse. Dio otra calada y, en un baile frenético, la bocanada se deslizó hacia el techo hasta desaparecer. Era de noche y desde la calle se divisaba el perfil de su figura inmóvil junto a la ventana. El extremo del cigarrillo era la única nota de color de aquel cuadro en blanco y negro. El sombrero de ala ancha, el único indicio que le declaraba culpable de su masculinidad.
El ritmo de unos tacones contra los adoquines mojados de la calle frenó sus pensamientos y se giró bruscamente para fulminar con la mirada a quien había interrumpido sus maquinaciones, pero pronto cambió la expresión de su rostro al ver a Layla. Se asomó a la ventana y sonrió despacio, en oposición al ritmo de la respiración de ella.
- Es aquí...- susurró Louis desde arriba. Layla respondió con una mirada cautelosa.
Cruzó la calle mientras él la observaba divertido mirando sus largas piernas esquivando charcos y temores. Cada paso era un latido, un tic, otro tac de reloj que no podía parar ni retroceder impulsado por una fuerza invisible. Cuando oyó sus pasos aproximarse a la puerta, tiró la colilla por la ventana y se dirigió hacia ella exultante. La abrió y se encontró cara a cara con Layla. Era realmente bella... esos ojos oscuros y grandes que le miraban seductoramente, muy pocas veces parpadeaban ajenos al magnetismo que provocaban entre sus congéneres. Sin dejar de sonreír, la invitó a pasar con un gesto y cerró la puerta.
- ¿Dónde lo tienes? –preguntó ella intentando que no le temblara la voz, mientras giraba sobre sí misma ciento ochenta grados. Quería verle la cara. No debía darle la espalda.
- Bueno, bueno... ¿qué prisas son ésas?- inquirió él insolente.
- Acabemos cuanto antes con esto, Lou. Estoy arriesgándolo todo por venir aquí a estas horas. Lo merezco.
- Más que nunca, preciosa.
Se acercó a ella mientras susurraba estas palabras para cogerla por la cadera y besarla apasionadamente. Ciñó su estrecha cintura de forma alarmantemente posesiva y ella, entregada, no apartó sus labios de los de él, sino todo lo contrario. Se fundieron en un juego húmedo que dejó escapar un gemido risueño de su boca, lo que la puso en guardia recordando a lo que había ido hasta ese lugar.
- Lou... lo necesito... Ahora. Además, me debes una explicación. Ser cauta era primordial en ese momento, por eso no debía descargar todavía la agresividad que había acumulado.
Sus ojos mostraron súplica y mandato como sólo ella sabía conjugar y Louis no tuvo más remedio que hacerle caso, como casi siempre. Se dirigió hacia un viejo escritorio lleno de polvo y telarañas situado en un extremo de la habitación. En ésta, pese a estar en penumbras, se distinguía como único mobiliario el escritorio, un perchero de madera religiosamente tallado y un gran espejo de marco dorado. Layla pensó que estos objetos del pasado dotaban de un aire romántico a la escena, porque así es como vivía todo aquello… toda aquella historia… como la escena de una película, como si no fuera real. Louis se detuvo un par de minutos frente al mueble hasta que abrió uno de los pequeños cajones. Durante este corto intervalo de tiempo, tuvo tiempo para acercarse al espejo polvoriento y verse reflejada en él. Se miró de arriba abajo, garantizando con el reflejo su presencia en aquel lugar. Luego alzó la vista hasta encontrarse con sus propios ojos borrosos, y pudo ver el brillo del miedo en ellos a través de la mugrienta superficie.
Todo había comenzado antes, pero esa lluviosa tarde en aquel maldito local de los suburbios había sido crucial. El ambiente se había vuelto irrespirable por el humo de los innumerables cigarrillos que la pitonisa había estado empalmando. Esa enigmática mujer llevaba hablando más de media hora y había adivinado los detalles más íntimos de su vida. Todo era tan extraño… Mientras la anciana acercaba la larga boquilla a sus labios agrietados, dando por finalizada la lectura de cartas que su clienta había pedido, abrió los ojos de forma alarmante mientras daba la vuelta a la última de las cartas del tarot.
- ¡No matarás! –exclamó de pronto. Y miró inquisitivamente a Layla, sentada frente a ella, mientras infinidad de pequeñas monedas de latón que pendían del pañuelo de su cabeza chocaban entre sí.
- No entiendo –masculló desviando la mirada- ¿A quién iba a matar yo? ¿Qué me está contando?Le había sorprendido enormemente el cambio de tono de voz de aquel vejestorio que había sido tan amable minutos antes, mientras deshilachaba su pasado marcado por innumerables fracasos sentimentales.
- No me desafíes, preciosidad. A mí no puedes engañarme. Detrás de esa apariencia angelical se esconde alguien rencoroso capaz de cosas que ni me atrevo a mencionar. Será el fin de tus días si accedes a la ira y matas. No lo hagas. ¡No lo hagas!
Layla echó su cuerpo hacia atrás apartándose de la extravagante mujer al tiempo que buscaba su cartera. Dejó el doble del dinero acordado sobre la mesa, arrugó con furia la carta y la guardó en el bolsillo de su gabardina. Salió bruscamente del local tropezando con una pequeña mesa. La bola de cristal que había instalada en la misma se movió impulsada por el golpe que había provocado y rodó lentamente hasta estrellarse contra el suelo y romperse en mil pedazos. La pitonisa, sobresaltada, murmuró unas palabras en su idioma natal y soltó una carcajada terrible que habría helado la sangre a cualquiera.
Se estremeció al recordar el episodio con la médium. Pese a ser pleno agosto, había refrescado tras la lluvia y la humedad de aquella vieja sala calaba hasta los huesos. Era una estancia desoladora, pero perfecta para aclarar cuentas con Lou y luego marcharse. Nadie podría relacionarles y menos en aquel distrito del extrarradio de la ciudad. No había sido fácil librarse del tipo que vigilaba su casa. Podría calificarse incluso de milagroso. Pero ahí estaba, dispuesta a aclarar las cosas con él. Esperaría un periodo de tiempo prudente para preguntarle por qué había modificado el plan a última hora. Aunque no era necesario: ella ya sabía el porqué.
Los faros de un coche que circulaba por la calle iluminaron la habitación y las sombras proyectadas por ellos dos y los pocos muebles que les acompañaban se movieron lentamente por las paredes, produciéndole una leve sensación de mareo. Cerró los ojos durante unos instantes y su mente la trasladó de nuevo al pasado.
El peor día de su vida desde que Jean Paul, el amor de su vida, había muerto de una sobredosis, había sido ése, sin duda. Estaba tan segura de ello como de las veces que había pensado en suicidarse vaciando el frasco de somníferos en su estómago. Después de infinidad de relaciones que habían terminado en ruptura, Jean Paul había conseguido que recobrara la ilusión por compartirlo todo con alguien. Querer como nunca a alguien.
Había pasado una mala racha, pero nada comparable con aquel día. Había despertado rodeada de gente desconocida y con un fuerte olor a amoníaco.
- Ya vuelve en sí –se alegró una voz varonil y un punto agrietada.
- Hmm… por favor… ¿quién…cómo…? Oh… mi cabeza…
- Tranquilícese. Detective Pyamont, estoy aquí para ayudarla. Incorpórese, eso es. ¡Maurice! Consígueme un café cargado.
Todo era tan extraño, una vez más…
- Dígame, señorita…
- Perrault. Layla… Perrault –contestó entrecortadamente mientras miraba a su alrededor. Empezaba a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. No sabía dónde estaba, pero al menos una veintena de personas pululaba por la estancia examinándolo todo, entrando y saliendo haciendo comentarios en voz baja.
- Vaya, como el de los cuentos.
- Sí, se inspiró en mí para el personaje de Caperucita. ¿Va a pedirme que me acerque para interrogarme mejor? –pese a su lamentable estado, estaba acostumbrada a ese tipo de chistes fáciles. Además, empezaba a intuir lo que estaba ocurriendo.
- No… no me gustaría que algún cazador la tomara conmigo. Además, a mí de niño siempre me gustó más Andersen. ¿Sabía que en la versión original el lobo se come a Caperucita? Adaptaciones infantiles, ya sabe.
- Hmm… -fue la breve contestación de Layla que sufría un agudísimo dolor de cabeza.
- Bien, vayamos al grano. ¿Conocía usted a Heliodoro Prass? –preguntó clavando su mirada en la de la joven ahora que parecía que iba saliendo poco a poco del estado de shock.
- ¿Prass? –repitió con voz ingenua mientras recorría el rostro del detective advirtiendo su enorme atractivo- ni idea. En mi vida he oído ese nombre. ¿Otro escritor de cuentos para niños? –bromeó tras agradecer al tal Maurice la taza de café que acababa de ofrecerle.
- En absoluto –el detective hablaba muy seriamente en esta ocasión- ¿Está completamente segura? El ayudante personal de Prass ha sido quien nos ha avisado al encontrarla inconsciente –insistió advirtiendo un ligero temblor en las manos de aquella bella joven que había encontrado tirada en el suelo y rodeada de manchas de sangre.
Layla asintió y cerró los ojos para dejarse llevar por el sabor amargo de aquel café. Estaba agotada y cualquier cosa era mejor que escuchar a aquel hombre intentando mantener lo que algunos llaman una conversación interesante.
- Bien, la pondré al día. Acaba de despertar en el salón del señor Prass, al que dice no conocer y que ha muerto hace pocas horas por causas no naturales en la habitación contigua. Usted presenta marcas evidentes de forcejeo en los brazos y piernas y ha recibido un fuerte golpe en la cabeza, el causante, supongo, de su desvanecimiento. Hasta aquí todo podría ser muy normal, teniendo en cuenta los particulares gustos sexuales de Heliodoro Prass. Lo extraño es que hemos encontrado gran cantidad de sangre a su alrededor.
Layla tiró estrepitosamente la taza de café al suelo, se miró las manos y se levantó de un salto. Ahora lo recordaba todo con claridad, pero lo siguiente que vio fue una luz azulada clavándose en los párpados que desaparecía hasta volverse negra. Había vuelto a desmayarse.
Tras salir del hospital con un diagnóstico de fuerte contusión en la cabeza y ligera desorientación, se había visto obligada a acudir a la cita con Pyamont en la comisaría. Allí, el detective la interrogó durante varias horas, viéndose obligado a dejarla en libertad por falta de pruebas concluyentes.
- Bien, señorita Perrault, no hemos hecho progresos por lo que cuenta o, mejor dicho, por lo que no cuenta, en lo que a su memoria se refiere, ¿no? –su paciencia iba menguando y empezaba a ponerse realmente nervioso.
- Ya le he dicho que no. ¿No sabe que las niñas buenas como yo nunca mienten? –contestó agobiada después de tanto tiempo en aquellas claustrofóbicas dependencias.
Pyamont no sacaba nada en claro y Layla lo notaba. Pese a la experiencia en casos de ese estilo que tenía el detective, quedaba claro que le faltaban pruebas, pero ella no iba a meter la pata.
- ¡Su versión es, digamos, bastante fantástica! –gritó Pyamont harto de su comportamiento- ¿Pretende que acepte de buenas a primeras que la trasladaron hasta la casa de Grass con una venda en los ojos, drogada o inconsciente y que allí la golpearon y robaron la… ? –Pyamont se detuvo alerta en ese momento. Estaba hablando más de la cuenta.
- ¿Robar? –preguntó indignada Layla – por favor, detective, que sospeche que soy una asesina se lo paso, ¡pero llamarme ladrona! –pensó para sí que se estaba excediendo, pero no podía controlarse.
- Señorita Perrault, escuche atentamente. La falta de colaboración con los agentes policiales es un delito. Deje de usar ese tono cínico y burlón conmigo y váyase. Pero no muy lejos.
- De acuerdo, disculpe. Estoy cansadísima. Le agradezco su propuesta de irme a casa. Si necesita algo de mí, supongo que sabrá encontrarme.
Layla se levantó elegantemente de la silla metálica que había estado cortándole la circulación y estrechó débilmente la mano de Pyamont. Era un gesto que nunca fallaba para mostrar gratitud y fragilidad. Justamente lo que necesitaba en ese momento. De camino a casa, se llamó estúpida por haber jugueteado tanto con él. Había dado la imagen de ir de sobrada y eso no le convenía en absoluto.

- El pájaro no ha cantado, comisario Lepprent.- Espero que no esté perdiendo facultades, Pyamont. ¿Qué alega la chica?
- Niega conocer a la víctima, no recuerda cómo llegó a su domicilio ni qué hacía allí. Según el doctor no presenta indicios de agresión sexual. El traumatismo de la cabeza fue provocado por un artefacto contundente y el resto de magulladuras, más de lo mismo. Incluso algunas son anteriores a la noche del crimen.
- ¿Le ha contado a ella cómo murió la víctima?
- No. No se lo he dicho. Quería exprimirla al máximo y ver si metía la pata. Pero nada. Ni contradicciones ni indicios de que sepa algo más. Parece que está limpia –golpeó con el puño la mesa del comisario -Ya sabe, el arma no aparece, la caja fuerte está desvalijada y ninguna de sus huellas por la habitación.
- Bueno, tanto usted como yo, Pyamont, sabemos que no pudo hacerlo sola, si es que fue ella. Quizá sólo sea una víctima. ¿Ha investigado a sus…? El detective no le dejó terminar.
- Sé cuál es mi trabajo y sé hacerlo, Lepprent.
El comisario le lanzó una mirada orgullosa y, levantando ligeramente el mentón, señaló la puerta de su despacho con la mirada. El detective dio media vuelta y salió caminando despacio mientras encendía un cigarrillo. Se detuvo en el cruce del pasillo y por fin se decidió por la salida de la izquierda, que dirigía hacia la calle y, por lo tanto, a casa.

Ya en su apartamento, Layla miró por la ventana después de darse una larga ducha y decidió que el hombre de gris que llevaba paseando por su calle un buen rato era un policía de incógnito. Era normal que la vigilaran, no había esperado otra cosa. Tenía que ponerse en contacto con Lou y salir cuanto antes de la ciudad. Su interpretación no había estado nada mal, pero pronto descubrirían su relación con Prass. Ese bestia de Lou se había pasado. El plan era salir los dos pitando de allí después de conseguir el dinero de la caja fuerte de Prass, colgarlo como a un cerdo y matarlo. Conocía a Lou desde hacía años y confiaba en él. Es cierto que era un personaje extraño y rudo, pero eso era lo que la atraía de él. Después de lo de Jean Paul la había ayudado a superarlo. Aquello del golpe olía fatal… era más que probable que quisiera haberla matado para quedarse con todo. Se iba a enterar.
-¡Para no creérselo! –bramó, y acercó su sonrisa amarga al borde de la copa de vino que había llenado. Habría hecho cualquier cosa para vengar a Jean Paul. Grass, como había dicho el detective, tenía un nuevo ayudante. Pronto se había buscado sustituto y pronto acabaría con su vida, como había hecho con la de Jean Paul. Hacía casi un año que había muerto, tiempo suficiente para planear su venganza. Jean Paul siempre había sido proclive a los pequeños vicios, pero fue Grass quien le metió de lleno en las drogas. Había hecho de él un títere que vivía a expensas de su mierda de alta calidad, de la que tanto presumía. Trabajaba a sus órdenes y el pobre se sentía orgulloso de ello. Él se merecía mucho más. Layla apretaba la copa con fuerza mientras una pequeña lágrima intentaba asomar por sus preciosos ojos. Los tipos de la calaña de Grass deberían estar todos colgados, pensó. Y, seguidamente, una risita nerviosa acudió a la comisura de sus labios entre tímida y mordaz. Todos colgados, reiteró en su mente y recordó aquella carta del tarot que la bruja le había echado en cara en esa ocasión. Le pendu, rezaba en un recuadro amarillento en la parte inferior y, más arriba, el dibujo de un tipo colgado de un pie y boca abajo. No sabía qué significaba en el lenguaje del tarot, pero qué buena idea le había dado para vengarse de Prass.
- Maldita sea –susurró negando con la cabeza- esa vieja arrugada tiene talento. No debería estar en ese cuchitril. Además, me dio la clave para que ese cabrón sufriera.
Había acudido para que le echaran las cartas por curiosear en general, pero lo que quería saber era cómo iba a resultar todo aquello. Según la mujer se iba a arrepentir, pero de momento estaba saliendo todo perfecto. Todo menos el maldito golpe de Lou. De todas formas, podía delatarle si se ponía tonto, así que se andaría con cuidado. El cáustico y extravagante Lou…En ese momento sonó el teléfono.

Louis seguía de espaldas a ella frente al escritorio como esperando, educadamente, a que terminara de pensar en sus cosas. Estaba tardando mucho.
- Lou, cuanto antes mejor. Dame mi parte del dinero y explícame por qué tuviste que golpearme al salir de la casa de Grass. Y digo tuviste que golpearme, porque quiero pensar que circunstancias ajenas a ti te obligaron.
- Pequeña Layla… No podía dejar que vinieras conmigo. Los dos sabemos que más pronto o más tarde habrías sucumbido a los interrogatorios de la policía. No podía arriesgarme a que me delataras –contestó todavía de espaldas a ella.
- ¿Qué estás diciendo, desgraciado? Acabo de salir indemne de las preguntas y acusaciones, incluso después de dejarme allí tirada. ¡Claro que habría podido mantener la calma! –estaba ofendida y muy enfadada. Eso no iba a quedar así.
- No es cierto. Eres inestable, caprichosa, poco meticulosa. Puede que hoy hayas triunfado, pero la presión te va a poder.
- Eres un… -no le dio tiempo a terminar la frase.
Louis se giró y dejó ver entre sus manos un revólver que iluminó toda la habitación.
- ¿Qué…?
- Calma, Layla. Tú lo has dicho. Cuanto antes, mejor.
Se miraron durante un instante y un escalofrío recorrió el cuerpo de ambos. Un cosquilleo aceleró el pulso de Layla hasta golpearle las sienes rítmicamente. Le ardían. Había acudido a la cita armada, pero no tuvo tiempo de utilizar su pequeño revólver. Louis levantó el arma a la altura del pecho y, sin apartar su mirada de la de ella, se despidió.
- Pequeña... tú tienes tu venganza y yo el dinero. Descansa en paz.
Una sombra cargada con un maletín atravesó la Rue du Loup del distrito diecinueve de París. Solía ser un barrio tranquilo hasta que llegaba la medianoche.

Autora: Yol
Finalista popular del I Concurso de género negro del foro ¡Ábrete libro!

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