lunes, 21 de diciembre de 2009

LUNA NUEVA (HOMENAJE)


Foto: Banux
Siendo media noche y con la oscuridad abrazándome por la espalda,
sentí un deseo irrefrenable de salir huyendo de la soledad. La luna, en fase de novilunio, me había abandonado vilmente y sólo las estrellas brillaban con fulgor enfermizo. Su parpadeo caótico me asustaba. Sus guiños me aproximaban a lo inevitable del abismo. Apenas me había alimentado y el cansancio se acumulaba sobre mis alas. Anduve volando por los alrededores del cementerio en aquel crudo diciembre buscando insectos y despojos. El invierno dota de un encanto especial a estos lugares santos. Santos o diabólicos, según se mire, porque hay leyendas de todo tipo sobre ellos.
Mi especie, el cuervo común, carne de historias terroríficas, ha sufrido el desdén de los humanos desde hace siglos y ahora, entrado el año 1800, todavía insisten en la mala suerte de quien nos mira a los ojos y los terribles designios de quien escribe con alguna de nuestras plumas negras. Nuestro graznido ha sido siempre símbolo de malos augurios y nuestro color negro por naturaleza, mal visto. Agotado y consumido por el frío, me posé en una preciosa lápida de mármol rosado con un ángel tallado mirando hacia el cielo. El ángel, con la mirada suplicante y la boca semiabierta, rezaba en silencio cada noche por el alma del difunto encomendado. Fue en ese momento cuando oí un susurro de cantos antiguos proveniente de la lejanía. Giré la cabeza a ambos lados varias veces para descubrir de qué se trataba, pero no conseguí divisar nada. Seguí posado en la tumba, mas sin poder dormir por el gélido viento y todavía impresionado por los cánticos que me había parecido percibir. Al cabo de un rato, volví a escuchar voces femeninas y dulces entonar de nuevo cantos. En ese momento me sobresalté y, volando, me posé en la misma frente del ángel custodio mirando hacia la parte más oscura del cementerio. Entre sombras de árboles meciéndose, distinguí movimientos de formas similares a las humanas bailando caóticamente. Agucé la mirada y lo que pude ver me dejó sin aliento: no eran humanos, sino espectros fantasmales de caras huesudas y harapos descoloridos bailando al son de una música diabólica. De vez en cuando se les escapaba una carcajada capaz de paralizar el corazón más fuerte. Bailaban cogidos de las manos, sus calaveras sonrientes se movían adelante y atrás en una danza frenética. Emití un graznido de terror al observar tan maquiavélica escena y, sin querer, llamé su atención. Dos de estos espectros clavaron las cuencas de sus ojos en mí y, señalándome con sus desnudos índices, empezaron a aproximarse. Presa del terror, mi cuerpo no respondió y, petrificado como el ángel, vi cómo iban acercándose los nauseabundos esqueletos hacia mí moviendo arrítmicamente sus caderas y sus brazos. Intentaban, sin éxito, seguir el compás marcado por la música envolvente, notas que se clavaban en lo más profundo del tímpano como salidas de las bocas de las sirenas. Parecían vivir una ensoñación en la que su voluntad se veía mermada por esa música.
Foto: Banux
Conseguí desentumecer mis alas y salí huyendo de aquel macabro festival sin rumbo. Estaba tremendamente atemorizado cuando divisé una luz en la ventana de una antigua casa. Era la única esperanza viva en aquel valle oscuro y tenebroso. Volé hacia ella y me precipité hasta la ventana golpeándola con parte de mi pico y con la cabeza.
Intenté mantener la calma y tranquilizarme posado en aquel alféizar de piedra, cuando descubrí en el interior de la estancia a un hombre sentado en un escritorio de madera sumido en sus pensamientos. Rondaba la treintena y, con la barbilla apoyada en ambas manos, parecía que dormitaba. Una pluma manchada de tinta negra reposaba al lado de un libro muy grueso lleno de palabras manuscritas y tachones. Su amplia frente aparecía adornada por un único mechón de pelo oscuro. Los ojos enmarcados en sombras, descansaban entreabiertos sobre un bigote recortado que dotaba a su rostro cierto respeto y madurez. De pronto volví a escuchar a lo lejos las malévolas carcajadas de aquellos entes inmundos que se me habían aparecido en el cementerio y me sobresalté. Volví a tropezar contra el cristal de la ventana ante lo cual el hombre despertó de su ensoñación. Abrió los ojos de pronto y los fijó en la puerta situada al lado de la ventana donde yo, atemorizado, aguardaba. A través de las cortinas de seda púrpura que ceñían el cuerpo de la ventana, observé cómo se sobresaltaba y abría la boca para pronunciar algunas palabras. Seguidamente, se levantó del sillón donde reposaba y se dirigió hacia la puerta, abriéndola de par en par mientras seguía profiriendo palabras que, en esta ocasión, conseguí escuchar: “Leonor, Leonor” dijo el hombre en un susurro, y se quedó largo rato mirando con tristeza la oscuridad. Cerró la puerta y volvió al interior de la estancia caminando confuso hacia el lugar donde descansaba su larga y negra capa. La rozó dubitativo, como si fuera a vestirse para salir de la casa y buscar allá donde fuera a su Leonor, pero continuó su itinerario hacia el antiguo escritorio de patas torneadas y se sentó frente al manuscrito.
Foto: Banux

Tras unos instantes, viendo sufrir sobremanera al hombre, volví a llamar al cristal de su ventana para advertirle de los peligros de los muertos, de las ánimas peligrosas que rondan los cementerios en busca de almas desprotegidas para alimentarse de sus recuerdos. Su tal Leonor, no podía ser diferente a los espectros que me habían atemorizado hacía un rato y, asimismo, igual de peligrosa. Al oír de nuevo el ruido provocado por mí, dirigió esta vez su mirada oscura hacia la ventana y se dirigió hacia ella. Decidido, abrió la ventana y entré volando en
su habitación rozando su rostro con las alas hasta posarme, como digno conocedor de lo oculto, sobre el busto de Palas, icono de la sabiduría.

Desde la ventana, el hombre se dirigió hacia mí con palabras secas, angustiosas, preguntando: “¿Cuál es tu nombre, cuervo espectral?”. A lo que yo, fijando mi mirada en la suya, respondí: “Nunca más”. Sorprendido, me lanzó una mirada escrutadora y cerró la ventana para protegerse del gélido viento que fuera amenazaba. Mas, seguidamente, se acercó a mí y murmuró para sí mirando la escultura sobre la que yo me hallaba: “Otros amigos me han dejado, mañana este cuervo también marchará”, a lo que yo, impertérrito respondí: “Nunca más”.

El pobre atormentado comenzó a gesticular gritando repetidamente: “¡Nunca más, nunca más! ¿Acaso tu amo no te ha enseñado a pronunciar otras palabras? ¡Nunca más, nunca más!”, repitió presa del delirio. “¡Monótono pajarraco del infierno!”, acabó diciendo mientras se dirigía a su sillón y caía en él como quien busca ayuda desesperadamente. Me quedé mirándole fijamente, sin apartar la mirada lo más mínimo, quería que supiera que nunca más iba a ver a Leonor, nunca más disfrutaría de su presencia y nunca más debería volver a ver inmundos fantasmas carentes de la personalidad que tenían en vida. Edgar, de quien supe el nombre al leerlo en la cabecera de cada página del manuscrito, no debía pretender reencontrarse con las siniestras apariciones que vuelven del más allá.

“¡Olvida a Leonor!”, profirió de pronto tras el duelo de miradas, “Dime, cuervo maldito, profeta enviado por el mismísimo demonio, ¿hay consuelo más allá?”. “Nunca más”, añadí a sus súplicas e improperios. “Leonor me espera en el más allá. ¡Horrendo cuervo! ¡Dilo! ¡Confiésalo! ¿Cuando muera podré recostarme en el Edén en los brazos de Leonor?”, siguió preguntando fuera de sí. “Nunca más”, acerté a decir, porque, efectivamente, eso no iba a suceder.

Continuó gritando en la alta noche este ser atormentado por la pérdida de su amada, por querer volver con ella, por desear morir para verla de nuevo. Me rogó que volviera a la tempestad de la que provenía sin dejar rastro de mis plumas negras, que le dejara solo, abandonando el busto de Palas. Suplicó que dejara de clavar mi pico en su corazón, a lo que, irremediablemente, respondí: “Nunca más”.

Y nunca más abandoné mi lugar hasta hoy. Jamás emprendí el vuelo y continúo allí posado, con mi sombra reflejada en el suelo de la habitación y el alma de Edgar unida a mí para siempre.

Autora: Yol
Relato publicado en el Recopilatorio del Concurso "Calabazas en el trastero: especial Poe"

VERANO


Un balón que parecía tener más de doscientos colores mezclados rodó por el camino de tierra tan rápido como las piedras lo permitían. Detrás, Juan intentaba alcanzarlo y tropezaba con todas ellas, pero poco le importaba. Tenía prisa. Llegó al pasadizo de madera que dividía el asfalto de la arena, la ciudad del paraíso, las obligaciones de las vacaciones. Tenía tanta prisa que incluso perdió de vista el balón. De pronto, recordó su habitación pintada de azul claro, la litera que compartía con su hermano mayor que se había ido al extranjero, a Gustavo, el peluche que reinaba entre los demás muñecos de la estantería. Recordaba el pasado, pero en ese momento sólo le interesaba el presente: correr hundiendo ahora sus pies en la cálida arena manteniendo el equilibrio. Su respiración iba a mil por hora, sus ojos abiertos brillaban con el sol, al igual que la inmensidad azul que aparecía ante él. Cuando Juan llegó a la orilla, se quedó pasmado mirando el mar. Era la primera vez que lo veía. Eran sus primeras vacaciones en el mar y jamás lo olvidaría.

Autora: Yol
Mención de Honor de Cuento Hiperbreve para Niñas y Niños “Garzón Céspedes” 2009

viernes, 18 de diciembre de 2009

CUENTOS DE JULIO CORTÁZAR

Se han dicho muchas cosas sobre el genio Julio Cortázar. No voy a poner fragmentos de su biografía ni a repetir lo que ya se ha escrito sobre él.
Sólo diré que leer lo que escribió me arranca de la realidad, me transporta. Unas veces, a lugares completamente desconocidos. Otras, a sensaciones ya vividas que creía inenarrables. Un laberinto de palabras, frases que marcaron un antes y un después en mi concepción de la literatura.
Me siento tan libre como él cuando le leo. Me hace feliz.

Desde hace unos meses, otros lectores cortazarianos y yo formamos un miniclub de lectura de sus cuentos cortos en el foro ¡Ábrete libro! ¡Qué decir de ellos! Cada uno a su forma, ama sus palabras e intenta comprender qué quiso decir este genio cuando escribía. Compartir estas lecturas es una de las cosas maravillosas que me pasan los viernes.

¡¡Un abrazo a todos!!


ESTÁ OSCURO

James pregunta a su madre cuándo saldrán de aquel lugar. Ella suspira y se dedica a mirar a través de la rendija de la puerta, por donde se filtra un tenue rayo de luz. No se distingue ningún sonido ni movimientos detrás de esa vieja puerta de madera. Apartando suavemente la capa negra de oscuridad busca la cabeza de James para acariciarla. Juntos, acurrucados, se abrazan y cuentan hasta tres.

Sue abre enérgicamente la puerta y un haz esplendoroso de luz inunda sus ojos. Un diminuto James corre tan rápido como puede. La luz es la salvación. Sue, empuja con la mirada la espalda de James para, con esa fuerza invisible, ayudarle a salir más rápido. Mientras corre se gira hacia su madre y, atónito, descubre que los seres monstruosos que les han estado acechando siguen agazapados junto a la puerta por la que acaba de salir. No le da tiempo a avisar. La luz es muerte, es roja, es sombra. Sue da dos pasos y ya se han hecho con ella. Salir a la luz le ha quitado a su madre. James ya nunca más podrá dormir por la noche con la luz encendida.

Autora: Yol

CADENCIA

Sara canta una nana en mitad de la tarde fresca. Las hojas caen de los árboles bailando al ritmo tierno de su melodía. Balancea la cuna con la suavidad de los pétalos al besar la tierra mojada. Huele a lluvia y Sara recuerda los veranos cuando era pequeña en aquella vieja casona. Todo era luz y un viento seco que terminó por ondular su cabello de forma permanente. Sus rizos miran al bebé y se mueven ligeramente al mismo son que la cuna, las hojas y los árboles. Todo está en armonía. La brisa fresca del valle desaparecerá para dar paso a las espigas doradas de la tierra. Los segundos se columpian en las manillas del reloj, juguetones, antes de dar paso por fin al esperado verano.

Autora: Yol
Publicado en el recopilatorio del II Premio Algazara de Microrrelatos "Más cuentos para sonreír"

miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA GUERRA DE LAS SALAMANDRAS

Un capitán descubre una especie de salamandras inteligentes en la costa de Sumatra. Les enseña a hablar y con el tiempo se convierten en mano de obra barata para los empresarios de Occidente... Pero llega un momento en que ya no están dispuestas a aceptar esta situación y reclaman el lugar que creen que les corresponde dentro de la escala evolutiva. Escrita en 1936, esta sátira ironiza sobre el capitalismo sin escrúpulos, la explotación laboral, la carrera armamentística y el fascismo.

Su autor, Karel Capek (1890-1938) es considerado como uno de los mejores autores checos del S. XX. Sus últimas obras, repletas de sátiras y críticas a la sociedad utópica que pregonaba el nazismo en su primera etapa, le llevaron a ser considerado por la GESTAPO como el "enemigo número dos de Checoslovaquia".

La 1ª parte, además de perfecta introducción sobre lo que son y de dónde pueden venir, incluyendo además diversos estilos literarios como cartas o informes científicos, es una gran apología a la idiotez humana. Muerto el capitán, la fatalidad de su destino es inminente.
La 2ª parte me encanta porque nos explica a través de los recortes de periódico de Povondra todos los experimentos, estudios sobre las salamandras, comercio, venta, clasificación, contrabando y miles de barbaridades de forma muy amena, por decirlo de alguna forma.
Menos mal que el humor siempre está presente entre tanta bellaquería.
Lo que veo en general es una crítica al comportamiento de la sociedad cuando un nuevo colectivo sale a la luz. En líneas más generales todavía, ante el cambio. En este caso, son salamandras, como podrían haber sido nativos de nuevas tierras, gente de otras razas, mujeres en el mundo laboral... vamos, cualquier grupo nuevo y diferente en el momento de su presentación en esa sociedad. Pasan por las típicas fases: asombro, miedo, rechazo, comienzo de comprensión, intento de adaptación, conflictos, etc.


La verdad es que sería un libro deprimente si no fuera por las continuas ironías.



martes, 1 de diciembre de 2009

LE PENDU (EL COLGADO)


El cigarrillo iba consumiéndose lentamente. La columna de humo que desprendía, dibujaba enigmáticas espirales en el aire. El silencio era profundo, tanto como la mirada de Louis, perdida en la oscuridad de la habitación. Sólo se oía el chisporroteo producido por el tabaco al quemarse. Dio otra calada y, en un baile frenético, la bocanada se deslizó hacia el techo hasta desaparecer. Era de noche y desde la calle se divisaba el perfil de su figura inmóvil junto a la ventana. El extremo del cigarrillo era la única nota de color de aquel cuadro en blanco y negro. El sombrero de ala ancha, el único indicio que le declaraba culpable de su masculinidad.
El ritmo de unos tacones contra los adoquines mojados de la calle frenó sus pensamientos y se giró bruscamente para fulminar con la mirada a quien había interrumpido sus maquinaciones, pero pronto cambió la expresión de su rostro al ver a Layla. Se asomó a la ventana y sonrió despacio, en oposición al ritmo de la respiración de ella.
- Es aquí...- susurró Louis desde arriba. Layla respondió con una mirada cautelosa.
Cruzó la calle mientras él la observaba divertido mirando sus largas piernas esquivando charcos y temores. Cada paso era un latido, un tic, otro tac de reloj que no podía parar ni retroceder impulsado por una fuerza invisible. Cuando oyó sus pasos aproximarse a la puerta, tiró la colilla por la ventana y se dirigió hacia ella exultante. La abrió y se encontró cara a cara con Layla. Era realmente bella... esos ojos oscuros y grandes que le miraban seductoramente, muy pocas veces parpadeaban ajenos al magnetismo que provocaban entre sus congéneres. Sin dejar de sonreír, la invitó a pasar con un gesto y cerró la puerta.
- ¿Dónde lo tienes? –preguntó ella intentando que no le temblara la voz, mientras giraba sobre sí misma ciento ochenta grados. Quería verle la cara. No debía darle la espalda.
- Bueno, bueno... ¿qué prisas son ésas?- inquirió él insolente.
- Acabemos cuanto antes con esto, Lou. Estoy arriesgándolo todo por venir aquí a estas horas. Lo merezco.
- Más que nunca, preciosa.
Se acercó a ella mientras susurraba estas palabras para cogerla por la cadera y besarla apasionadamente. Ciñó su estrecha cintura de forma alarmantemente posesiva y ella, entregada, no apartó sus labios de los de él, sino todo lo contrario. Se fundieron en un juego húmedo que dejó escapar un gemido risueño de su boca, lo que la puso en guardia recordando a lo que había ido hasta ese lugar.
- Lou... lo necesito... Ahora. Además, me debes una explicación. Ser cauta era primordial en ese momento, por eso no debía descargar todavía la agresividad que había acumulado.
Sus ojos mostraron súplica y mandato como sólo ella sabía conjugar y Louis no tuvo más remedio que hacerle caso, como casi siempre. Se dirigió hacia un viejo escritorio lleno de polvo y telarañas situado en un extremo de la habitación. En ésta, pese a estar en penumbras, se distinguía como único mobiliario el escritorio, un perchero de madera religiosamente tallado y un gran espejo de marco dorado. Layla pensó que estos objetos del pasado dotaban de un aire romántico a la escena, porque así es como vivía todo aquello… toda aquella historia… como la escena de una película, como si no fuera real. Louis se detuvo un par de minutos frente al mueble hasta que abrió uno de los pequeños cajones. Durante este corto intervalo de tiempo, tuvo tiempo para acercarse al espejo polvoriento y verse reflejada en él. Se miró de arriba abajo, garantizando con el reflejo su presencia en aquel lugar. Luego alzó la vista hasta encontrarse con sus propios ojos borrosos, y pudo ver el brillo del miedo en ellos a través de la mugrienta superficie.
Todo había comenzado antes, pero esa lluviosa tarde en aquel maldito local de los suburbios había sido crucial. El ambiente se había vuelto irrespirable por el humo de los innumerables cigarrillos que la pitonisa había estado empalmando. Esa enigmática mujer llevaba hablando más de media hora y había adivinado los detalles más íntimos de su vida. Todo era tan extraño… Mientras la anciana acercaba la larga boquilla a sus labios agrietados, dando por finalizada la lectura de cartas que su clienta había pedido, abrió los ojos de forma alarmante mientras daba la vuelta a la última de las cartas del tarot.
- ¡No matarás! –exclamó de pronto. Y miró inquisitivamente a Layla, sentada frente a ella, mientras infinidad de pequeñas monedas de latón que pendían del pañuelo de su cabeza chocaban entre sí.
- No entiendo –masculló desviando la mirada- ¿A quién iba a matar yo? ¿Qué me está contando?Le había sorprendido enormemente el cambio de tono de voz de aquel vejestorio que había sido tan amable minutos antes, mientras deshilachaba su pasado marcado por innumerables fracasos sentimentales.
- No me desafíes, preciosidad. A mí no puedes engañarme. Detrás de esa apariencia angelical se esconde alguien rencoroso capaz de cosas que ni me atrevo a mencionar. Será el fin de tus días si accedes a la ira y matas. No lo hagas. ¡No lo hagas!
Layla echó su cuerpo hacia atrás apartándose de la extravagante mujer al tiempo que buscaba su cartera. Dejó el doble del dinero acordado sobre la mesa, arrugó con furia la carta y la guardó en el bolsillo de su gabardina. Salió bruscamente del local tropezando con una pequeña mesa. La bola de cristal que había instalada en la misma se movió impulsada por el golpe que había provocado y rodó lentamente hasta estrellarse contra el suelo y romperse en mil pedazos. La pitonisa, sobresaltada, murmuró unas palabras en su idioma natal y soltó una carcajada terrible que habría helado la sangre a cualquiera.
Se estremeció al recordar el episodio con la médium. Pese a ser pleno agosto, había refrescado tras la lluvia y la humedad de aquella vieja sala calaba hasta los huesos. Era una estancia desoladora, pero perfecta para aclarar cuentas con Lou y luego marcharse. Nadie podría relacionarles y menos en aquel distrito del extrarradio de la ciudad. No había sido fácil librarse del tipo que vigilaba su casa. Podría calificarse incluso de milagroso. Pero ahí estaba, dispuesta a aclarar las cosas con él. Esperaría un periodo de tiempo prudente para preguntarle por qué había modificado el plan a última hora. Aunque no era necesario: ella ya sabía el porqué.
Los faros de un coche que circulaba por la calle iluminaron la habitación y las sombras proyectadas por ellos dos y los pocos muebles que les acompañaban se movieron lentamente por las paredes, produciéndole una leve sensación de mareo. Cerró los ojos durante unos instantes y su mente la trasladó de nuevo al pasado.
El peor día de su vida desde que Jean Paul, el amor de su vida, había muerto de una sobredosis, había sido ése, sin duda. Estaba tan segura de ello como de las veces que había pensado en suicidarse vaciando el frasco de somníferos en su estómago. Después de infinidad de relaciones que habían terminado en ruptura, Jean Paul había conseguido que recobrara la ilusión por compartirlo todo con alguien. Querer como nunca a alguien.
Había pasado una mala racha, pero nada comparable con aquel día. Había despertado rodeada de gente desconocida y con un fuerte olor a amoníaco.
- Ya vuelve en sí –se alegró una voz varonil y un punto agrietada.
- Hmm… por favor… ¿quién…cómo…? Oh… mi cabeza…
- Tranquilícese. Detective Pyamont, estoy aquí para ayudarla. Incorpórese, eso es. ¡Maurice! Consígueme un café cargado.
Todo era tan extraño, una vez más…
- Dígame, señorita…
- Perrault. Layla… Perrault –contestó entrecortadamente mientras miraba a su alrededor. Empezaba a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. No sabía dónde estaba, pero al menos una veintena de personas pululaba por la estancia examinándolo todo, entrando y saliendo haciendo comentarios en voz baja.
- Vaya, como el de los cuentos.
- Sí, se inspiró en mí para el personaje de Caperucita. ¿Va a pedirme que me acerque para interrogarme mejor? –pese a su lamentable estado, estaba acostumbrada a ese tipo de chistes fáciles. Además, empezaba a intuir lo que estaba ocurriendo.
- No… no me gustaría que algún cazador la tomara conmigo. Además, a mí de niño siempre me gustó más Andersen. ¿Sabía que en la versión original el lobo se come a Caperucita? Adaptaciones infantiles, ya sabe.
- Hmm… -fue la breve contestación de Layla que sufría un agudísimo dolor de cabeza.
- Bien, vayamos al grano. ¿Conocía usted a Heliodoro Prass? –preguntó clavando su mirada en la de la joven ahora que parecía que iba saliendo poco a poco del estado de shock.
- ¿Prass? –repitió con voz ingenua mientras recorría el rostro del detective advirtiendo su enorme atractivo- ni idea. En mi vida he oído ese nombre. ¿Otro escritor de cuentos para niños? –bromeó tras agradecer al tal Maurice la taza de café que acababa de ofrecerle.
- En absoluto –el detective hablaba muy seriamente en esta ocasión- ¿Está completamente segura? El ayudante personal de Prass ha sido quien nos ha avisado al encontrarla inconsciente –insistió advirtiendo un ligero temblor en las manos de aquella bella joven que había encontrado tirada en el suelo y rodeada de manchas de sangre.
Layla asintió y cerró los ojos para dejarse llevar por el sabor amargo de aquel café. Estaba agotada y cualquier cosa era mejor que escuchar a aquel hombre intentando mantener lo que algunos llaman una conversación interesante.
- Bien, la pondré al día. Acaba de despertar en el salón del señor Prass, al que dice no conocer y que ha muerto hace pocas horas por causas no naturales en la habitación contigua. Usted presenta marcas evidentes de forcejeo en los brazos y piernas y ha recibido un fuerte golpe en la cabeza, el causante, supongo, de su desvanecimiento. Hasta aquí todo podría ser muy normal, teniendo en cuenta los particulares gustos sexuales de Heliodoro Prass. Lo extraño es que hemos encontrado gran cantidad de sangre a su alrededor.
Layla tiró estrepitosamente la taza de café al suelo, se miró las manos y se levantó de un salto. Ahora lo recordaba todo con claridad, pero lo siguiente que vio fue una luz azulada clavándose en los párpados que desaparecía hasta volverse negra. Había vuelto a desmayarse.
Tras salir del hospital con un diagnóstico de fuerte contusión en la cabeza y ligera desorientación, se había visto obligada a acudir a la cita con Pyamont en la comisaría. Allí, el detective la interrogó durante varias horas, viéndose obligado a dejarla en libertad por falta de pruebas concluyentes.
- Bien, señorita Perrault, no hemos hecho progresos por lo que cuenta o, mejor dicho, por lo que no cuenta, en lo que a su memoria se refiere, ¿no? –su paciencia iba menguando y empezaba a ponerse realmente nervioso.
- Ya le he dicho que no. ¿No sabe que las niñas buenas como yo nunca mienten? –contestó agobiada después de tanto tiempo en aquellas claustrofóbicas dependencias.
Pyamont no sacaba nada en claro y Layla lo notaba. Pese a la experiencia en casos de ese estilo que tenía el detective, quedaba claro que le faltaban pruebas, pero ella no iba a meter la pata.
- ¡Su versión es, digamos, bastante fantástica! –gritó Pyamont harto de su comportamiento- ¿Pretende que acepte de buenas a primeras que la trasladaron hasta la casa de Grass con una venda en los ojos, drogada o inconsciente y que allí la golpearon y robaron la… ? –Pyamont se detuvo alerta en ese momento. Estaba hablando más de la cuenta.
- ¿Robar? –preguntó indignada Layla – por favor, detective, que sospeche que soy una asesina se lo paso, ¡pero llamarme ladrona! –pensó para sí que se estaba excediendo, pero no podía controlarse.
- Señorita Perrault, escuche atentamente. La falta de colaboración con los agentes policiales es un delito. Deje de usar ese tono cínico y burlón conmigo y váyase. Pero no muy lejos.
- De acuerdo, disculpe. Estoy cansadísima. Le agradezco su propuesta de irme a casa. Si necesita algo de mí, supongo que sabrá encontrarme.
Layla se levantó elegantemente de la silla metálica que había estado cortándole la circulación y estrechó débilmente la mano de Pyamont. Era un gesto que nunca fallaba para mostrar gratitud y fragilidad. Justamente lo que necesitaba en ese momento. De camino a casa, se llamó estúpida por haber jugueteado tanto con él. Había dado la imagen de ir de sobrada y eso no le convenía en absoluto.

- El pájaro no ha cantado, comisario Lepprent.- Espero que no esté perdiendo facultades, Pyamont. ¿Qué alega la chica?
- Niega conocer a la víctima, no recuerda cómo llegó a su domicilio ni qué hacía allí. Según el doctor no presenta indicios de agresión sexual. El traumatismo de la cabeza fue provocado por un artefacto contundente y el resto de magulladuras, más de lo mismo. Incluso algunas son anteriores a la noche del crimen.
- ¿Le ha contado a ella cómo murió la víctima?
- No. No se lo he dicho. Quería exprimirla al máximo y ver si metía la pata. Pero nada. Ni contradicciones ni indicios de que sepa algo más. Parece que está limpia –golpeó con el puño la mesa del comisario -Ya sabe, el arma no aparece, la caja fuerte está desvalijada y ninguna de sus huellas por la habitación.
- Bueno, tanto usted como yo, Pyamont, sabemos que no pudo hacerlo sola, si es que fue ella. Quizá sólo sea una víctima. ¿Ha investigado a sus…? El detective no le dejó terminar.
- Sé cuál es mi trabajo y sé hacerlo, Lepprent.
El comisario le lanzó una mirada orgullosa y, levantando ligeramente el mentón, señaló la puerta de su despacho con la mirada. El detective dio media vuelta y salió caminando despacio mientras encendía un cigarrillo. Se detuvo en el cruce del pasillo y por fin se decidió por la salida de la izquierda, que dirigía hacia la calle y, por lo tanto, a casa.

Ya en su apartamento, Layla miró por la ventana después de darse una larga ducha y decidió que el hombre de gris que llevaba paseando por su calle un buen rato era un policía de incógnito. Era normal que la vigilaran, no había esperado otra cosa. Tenía que ponerse en contacto con Lou y salir cuanto antes de la ciudad. Su interpretación no había estado nada mal, pero pronto descubrirían su relación con Prass. Ese bestia de Lou se había pasado. El plan era salir los dos pitando de allí después de conseguir el dinero de la caja fuerte de Prass, colgarlo como a un cerdo y matarlo. Conocía a Lou desde hacía años y confiaba en él. Es cierto que era un personaje extraño y rudo, pero eso era lo que la atraía de él. Después de lo de Jean Paul la había ayudado a superarlo. Aquello del golpe olía fatal… era más que probable que quisiera haberla matado para quedarse con todo. Se iba a enterar.
-¡Para no creérselo! –bramó, y acercó su sonrisa amarga al borde de la copa de vino que había llenado. Habría hecho cualquier cosa para vengar a Jean Paul. Grass, como había dicho el detective, tenía un nuevo ayudante. Pronto se había buscado sustituto y pronto acabaría con su vida, como había hecho con la de Jean Paul. Hacía casi un año que había muerto, tiempo suficiente para planear su venganza. Jean Paul siempre había sido proclive a los pequeños vicios, pero fue Grass quien le metió de lleno en las drogas. Había hecho de él un títere que vivía a expensas de su mierda de alta calidad, de la que tanto presumía. Trabajaba a sus órdenes y el pobre se sentía orgulloso de ello. Él se merecía mucho más. Layla apretaba la copa con fuerza mientras una pequeña lágrima intentaba asomar por sus preciosos ojos. Los tipos de la calaña de Grass deberían estar todos colgados, pensó. Y, seguidamente, una risita nerviosa acudió a la comisura de sus labios entre tímida y mordaz. Todos colgados, reiteró en su mente y recordó aquella carta del tarot que la bruja le había echado en cara en esa ocasión. Le pendu, rezaba en un recuadro amarillento en la parte inferior y, más arriba, el dibujo de un tipo colgado de un pie y boca abajo. No sabía qué significaba en el lenguaje del tarot, pero qué buena idea le había dado para vengarse de Prass.
- Maldita sea –susurró negando con la cabeza- esa vieja arrugada tiene talento. No debería estar en ese cuchitril. Además, me dio la clave para que ese cabrón sufriera.
Había acudido para que le echaran las cartas por curiosear en general, pero lo que quería saber era cómo iba a resultar todo aquello. Según la mujer se iba a arrepentir, pero de momento estaba saliendo todo perfecto. Todo menos el maldito golpe de Lou. De todas formas, podía delatarle si se ponía tonto, así que se andaría con cuidado. El cáustico y extravagante Lou…En ese momento sonó el teléfono.

Louis seguía de espaldas a ella frente al escritorio como esperando, educadamente, a que terminara de pensar en sus cosas. Estaba tardando mucho.
- Lou, cuanto antes mejor. Dame mi parte del dinero y explícame por qué tuviste que golpearme al salir de la casa de Grass. Y digo tuviste que golpearme, porque quiero pensar que circunstancias ajenas a ti te obligaron.
- Pequeña Layla… No podía dejar que vinieras conmigo. Los dos sabemos que más pronto o más tarde habrías sucumbido a los interrogatorios de la policía. No podía arriesgarme a que me delataras –contestó todavía de espaldas a ella.
- ¿Qué estás diciendo, desgraciado? Acabo de salir indemne de las preguntas y acusaciones, incluso después de dejarme allí tirada. ¡Claro que habría podido mantener la calma! –estaba ofendida y muy enfadada. Eso no iba a quedar así.
- No es cierto. Eres inestable, caprichosa, poco meticulosa. Puede que hoy hayas triunfado, pero la presión te va a poder.
- Eres un… -no le dio tiempo a terminar la frase.
Louis se giró y dejó ver entre sus manos un revólver que iluminó toda la habitación.
- ¿Qué…?
- Calma, Layla. Tú lo has dicho. Cuanto antes, mejor.
Se miraron durante un instante y un escalofrío recorrió el cuerpo de ambos. Un cosquilleo aceleró el pulso de Layla hasta golpearle las sienes rítmicamente. Le ardían. Había acudido a la cita armada, pero no tuvo tiempo de utilizar su pequeño revólver. Louis levantó el arma a la altura del pecho y, sin apartar su mirada de la de ella, se despidió.
- Pequeña... tú tienes tu venganza y yo el dinero. Descansa en paz.
Una sombra cargada con un maletín atravesó la Rue du Loup del distrito diecinueve de París. Solía ser un barrio tranquilo hasta que llegaba la medianoche.

Autora: Yol
Finalista popular del I Concurso de género negro del foro ¡Ábrete libro!

DULCES SUEÑOS

Foto: Yol
Hacía muchos años que no necesitaba despertador, pues no comprendía el placer de dormir. Al llegar la hora exacta, Jaime abría los ojos y se lanzaba a la aventura de un nuevo día. Quizá fuera porque nunca había soñado mientras dormía. Nunca había recordado un mísero sueño, ni bueno ni malo, ni corto ni minúsculo. Él lo achacaba al cansancio que sentía cuando se acostaba después de la actividad de todo el día: no le quedaban fuerzas para soñar. Su trabajo de lunes a viernes le consumía sin tregua y los fines de semana los dedicaba al bricolaje. Le encantaba hacer composiciones de madera. Cortar las tablas a la medida apropiada, pegarlas cuidadosamente, pintarlas... vamos que se dedicaba a amueblar cualquier espacio en el que una madera bien lijada y barnizada tuviera cabida. ¡Así de hermosas lucían las jardineras de dalias en la terraza de su casa! Su última obra maestra era un mueble con pequeños cajones que había colocado en su habitación. Sobre él, como un Pinocho de nuestra era, descansaba un muñeco articulado pintado de muchos colores.

Solía levantarse temprano con los primeros rayos del sol. Éstos se filtraban a través del gran ventanal de su dormitorio y le acariciaban suavemente sobre los párpados en señal de aviso. Ese momento del día le encantaba. Imaginaba que al bostezar y mirar por la ventana al sol, cantaban una canción a dúo. Unos días era Frank Sinatra, otros cambiaba a algo más intenso y dejaba que Lorenzo hiciera los solos de guitarra. ¡Hasta un día se sorprendió destrozando el tema principal la banda sonora de Titanic! Menos mal que ninguno de los dos iba con estos chismes a los vecinos: habrían arruinado su carrera artística.

Trabajaba como asesor fiscal en una afamada oficina situada en el centro neurálgico de la ciudad. Todos los días se metía en uno de sus trajes y se dirigía al trabajo en metro. No tardaba mucho en llegar, pues su piso estaba relativamente cerca. Vivía en éste con su esposa, Elena, una mujer dinámica y entusiasta cuyo principal rasgo físico era su preciosa y lisa melena caoba.

Jaime había llegado a envidiar a sus compañeros de trabajo cuando, en ocasiones, con el primer café de máquina del día, contaban los sueños de la noche anterior. Más que por flirtear con Elsa Pataky o conducir un modelo de Ferrari, maldecía por no poder saborear esos pequeños instantes de otras vidas. Vidas a la ligera, sin responsabilidades, descontroladas. Se habría conformado hasta con una pesadilla. Una de esas en las que te pasas la noche huyendo de algo y no eres capaz de correr más rápido. Sabía que existían este tipo de sueños por las películas de Freddy Kruger, pero a él sólo le quedaba el sabor amargo del café en polvo.

Un martes, cuando volvía del trabajo en metro, se sentó a su lado una niña de unos seis años. Era rubia, con el pelo corto y muy rizado y sus ojillos traviesos le miraban de reojo mientras se reía bajito. Los pies no le llegaban al suelo, y dibujaba con ellos círculos en el aire sin parar. Jaime no dudó en mirarla y sonreír. Pensó que la irregularidad de las formas que describían sus pies era hermosa. Colocó el dedo índice sobre los labios y emitió un susurro en señal de silencio. La niña, divertida, levantó los ojos y le observó sonriendo durante un rato. La criatura tenía los ojos grandes, muy redondos y verdosos. Una mirada limpia e inocente que le hizo recordar su infancia y lo fácil que era todo a esa edad, en la que sólo piensa uno en jugar y divertirse. Se fijó en que llevaba puesto un pantalón corto completamente descosido por un lado con lunas dibujadas. Eran graciosas lunas menguantes. Su atuendo consistía en un gorro de dormir cuya extremo superior caía sobre sus ojos. Qué curioso, pensó. Luna, lunera ¿por qué yo no puedo disfrutar del sueño como todas vosotras?

Se acercaba su parada y Jaime se dispuso a coger el maletín del suelo y a desperezar las piernas, cuando oyó una risa infantil proveniente de donde estaba sentada la niña. Se giró para comprobar qué travesura se le había ocurrido, cuando sólo alcanzó a ver sus pequeños rizos al viento alejándose corriendo a través del vagón. Salió de su ensimismamiento y, maletín en mano, se dirigió hacia su casa.

Durante unos días, agobiado por su problema para recordar sueños, probó diversos métodos para alterar el subconsciente. Según las revistas más prestigiosas del ramo estaban científicamente probados, pero él sabía que eran paparruchas. No era tonto, pero estaba desesperado por ser igual que los demás, por lograr evadir su mente aunque fuera por unos instantes y perderse en mundos desconocidos. Pretendía por todos los medios viajar a esos lugares en los que podía ser cualquier cosa, hacer lo que quisiera, sin la menor consecuencia en su verdadero día a día. Ni siquiera tendría el control de lo que estaba ocurriendo mientras soñaba, y eso le llenaba de una sensación de libertad que le encantaba. Probó tomando somníferos, bebiendo bourbon, fumando canutos bien cargados... Nada, no había forma de tener un solo sueño. Leyó desde relatos tenebrosos de Poe hasta novelas de King, lo cual solamente sirvió para ampliar su cultura literaria.

-Apestosas pesadillas, ¡venid a mí! -profirió una noche desesperado. Y a lo lejos le pareció oír un graznido.

Cansado, arrepentido y aburrido de intentar forzar los acontecimientos que siguen una pauta invisible trazada por el más profundo subconsciente, tomó una decisión: dejar de obsesionarse. Hacía semanas que no pensaba en otra cosa que en estos asuntos, se quedaba absorto delante de los informes, no paraba de darle vueltas a la cabeza... Se dio cuenta de que esa actitud no le era nada favorable, se estaba convirtiendo en una persona gris, desanimada y completamente obsesionada por conseguir un imposible. ¿No podía soñar? ¿Qué más le daba? ¿Acaso era imprescindible para vivir? ¡Claro que no! ¿Por qué le afectaba tanto todo eso?

Comprendió que, habitualmente, los seres humanos se turban por minucias de ese estilo, esas pequeñas manías que todo el mundo tiene y que tanto cuesta cambiar. Él, que siempre había sido dueño de su vida, no iba a dejar que insignificancias así le dominaran.

Iba pensando en estos asuntos la mañana que había decidido ir en coche a trabajar para luego acercarse a casa de su amigo Pablo, que vivía en las afueras. Vio cómo el ámbar del semáforo daba paso al rojo, pero un impulso le hizo acelerar... hasta que frenó en seco al ver unos rizos rubios al viento, propiedad de la dulce niña con la que días atrás había compartido asiento en el metro. Se golpeó la frente contra el volante y el airbag salió disparado. Había frenado, se encontraba bien, ella también debería encontrarse bien. No, no la había atropellado, no podía ser. Salió aturdido del coche e intentó correr hacia la parte delantera lo más rápido que pudo. Los demás conductores hacían sonar sus cláxones ininterrumpidamente hasta el punto de parecer irritantes súplicas. ¿Dónde se había metido aquella niña? Comprobó que el coche no tenía ningún rasguño, lo cual le tranquilizó, pero no lo suficiente como para evitar quedarse petrificado intentando descubrir dónde podía haber ido. Los sonidos, voces, gritos procedentes de los demás automóviles se transformaron en un murmullo constante que empezó a causarle un agudo dolor de cabeza. Giró en seco hacia la izquierda y le pareció ver a la niña caminando por la acera.

Guiado por un impulso se lanzó en esa dirección dejando el vehículo transversalmente en mitad de la calle para comprobar el estado de la pequeña. Corrió entre los coches siguiendo con la mirada aquella cabellera rubia mientras se preguntaba cómo había podido escapar tan rápidamente del incidente. El cansancio iba en aumento a medida que la perseguía y las gotas de sudor pasaron de inundar su frente a caer presurosas por las sienes. No se encontraba bien, las fuerzas le fallaban y consiguió al fin perder de vista el rastro de aquella niña entre la masa de gente al llegar a la ancha avenida. Paró en seco y dejó descansar su fatigado cuerpo sentándose en un portal. Sumergió la cabeza entre las piernas y, con las manos atadas a la nuca, respiró tan profundamente que parecía que era lo único que importaba en el mundo. Las hondas exhalaciones se transformaron en un silencioso llanto que fue mermando al ritmo calmado del atardecer.

Elena se ocupó de todo lo relacionado con el incidente automovilístico. Jaime le contó lo ocurrido y ella le consoló dándole la razón, que es lo que más cala en el alma herida de todo ser humano.

Pasados unos días, recuperado del sobresalto, decidió tomarse las cosas con calma. Cada mañana se levantaba alegre como siempre, desayunaba su cruasán con mantequilla bien tostado y leía el periódico en el metro sin mucho interés. Otro escándalo urbanístico, la crisis mundial mordiendo a todos en los bolsillos, inaugurado otro campo de golf... ¡niña muere al precipitarse a una piscina! La fotografía de aquella ricura de seis años acompañaba al texto que describía el fatídico accidente. Comentaba que hacía tres meses Sara González había fallecido ahogada en la piscina de su casa. ¡Tres meses! Tenía que haber algún error porque él la había visto hacía escasas semanas. Tres como mucho. La crónica detallaba los nuevos indicios que la policía había encontrado y que intentaban esclarecer lo ocurrido. Jaime se sobresaltó y, mientras se sujetaba fuertemente a la barra metálica del vagón en el que viajaba, alzó la vista. El frío del acero se introdujo a través de la mano en su cuerpo y sintió el mayor escalofrío de toda su vida. No podía creérselo... la misma niña que vio semanas atrás estaba delante de él, de pie, levantando la cabeza para alcanzar su mirada. Por un momento tembló de terror y, al ver que ella le sonreía sin apartar la mirada de sus ojos, profirió un leve grito que ahogó al momento. Lo siguiente que hizo fue mirar a ambos lados intentando buscar cómplices de aquella aparición y, al comprobar que cada uno de los ocupantes del vagón andaba pensando en sus asuntos, volvió la vista para tropezarse con un corpulento ejecutivo que le impidió ver el lugar que ocupaba antes Sara. Llegaron a una parada y la gente empezó a precipitarse hacia la puerta de salida. Al quedar vacíos varios asientos, intentó localizar a la niña sin éxito. De pronto escuchó una voz infantil en su cabeza que susurró dulcemente:

-Sígueme... estás soñando...

Al mirar a través del cristal de la ventana la vio en el andén jugar con el bajo de su camiseta. Salió disparado por la puerta y se dispuso a seguirla. Caminaba a una velocidad excepcional para una cría de su edad. Por más que intentaba mantener la vista fijada en ella, se interponían en su mirada personas de toda índole que complicaban extraordinariamente su persecución. ¡Vaya, parece que por fin voy a saber lo que es una pesadilla!, pensó, y continuó detrás de ella. Pero pese a reconocer que lo estaba pasando fatal con tanto misterio, en su interior se alegraba tanto de estar soñando... aunque la pequeña le clavara sus grandes ojos cada vez que se giraba para comprobar que la seguía.

Se perdieron por las callejuelas más pintorescas del barrio antiguo, cuando al llegar a una especialmente estrecha, algo rozó su cabeza. Instintivamente, paró, alzó la mano y revolvió ligeramente sus cabellos para liberarlos de lo que fuera que había caído desde arriba. Se sorprendió al notar un segundo roce seguido de una avalancha de ellos acariciándole la cabeza. Al mirar hacia arriba descubrió multitud de mariposas revoloteando en grupo coloreando el gris de las paredes de aquel callejón. Era un espectáculo precioso. Dulces sueños, dijo para sí, por fin... por fin... Espero acordarme de todo esto cuando despierte. Cruzaban por su mente estas palabras al tiempo que las pequeñas alas de las mariposas, como soplos de aire fresco, golpeaban dulcemente su cara. Respiró profundamente y olvidó por completo la misión que con tanto ahínco había llevado a cabo momentos antes. Empezó a aislarse del exterior y a quedar atrapado por el aleteo constante que le sumió en un trance tal que la cabeza comenzó a darle vueltas. Mareado, Jaime dio un paso en falso entre los adoquines del suelo y acabó tendido en la calle, boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada y las extremidades superiores abrazando una invisible almohada.


Elena le besó en la frente y no pudo contener por más tiempo su llanto. En el funeral estaba también Pablo que, desconocedor de las últimas peripecias de Jaime, todavía tenía marcada en su rostro la expresión de horror de cuando le dieron la fatídica noticia. Las frases de despedida volaron como pétalos de rosa hasta posarse sobre el ataúd.

Al caer al suelo, Jaime había recibido un golpe fatal en la cabeza produciéndole una muerte instantánea. Al lado del cuerpo, encontraron la prueba final que incriminaba a un vecino del barrio donde Sara le había conducido. Jirones de tela con pequeñas lunas durmientes, además de las huellas digitales del agresor, yacían junto a él. Sara había conducido a Jaime al indicio que demostraría que su muerte no había sido accidental y le había hecho feliz haciéndole creer que todo estaba siendo un sueño.

Elena subió al coche y, mientras se alejaba del cementerio, imaginó la conversación que mantendría con Jaime en ese momento. Le diría que le iba a costar horrores acostumbrarse a su ausencia, pero que no se preocupara por ella. Que había ayudado a esclarecer el caso de una niña agredida y arrojada a una piscina y que eso le obligaba a sentirse satisfecho. Le besó de la forma más tierna y deseó desde lo más profundo de su ser que tuviese dulces sueños allá donde estuviera.



Autora: Yol
Incluido en el Recopilatorio del IV Concurso de Primavera del foro ¡Ábrete libro!


EL ESPEJO/OJEPSE LE

Foto: Banux

Despierto con el sabor amargo de quien ha pasado toda la noche de bar en bar. Con la vista nublada del que hace siglos que no llora y ha expulsado de golpe a torrentes de agua salada todo lo que tenía almacenado. Con la inquietud de quien no recuerda qué hace ese cabello rubio y ondulado balanceándose rítmicamente al son de la respiración de su dueña. Yace de espaldas a mí, arropada solamente por su larga cabellera y restos de pasión. Esas ondas que brillan anaranjadas al contacto con el sol tienen dueña. Que no se despierte.

Intento mantener el equilibrio a medida que mis pies juegan a los autos de choque con todo lo que encuentran a su paso. Caigo en una red de ropa con aroma a tabaco. Atrapado entre sus medias y mis pantalones, rompiendo el ritual amoroso que mantenían las prendas antes de inmiscuirme, me siento ridículo. Casi tanto como cuando anoche ella me pidió que dejara de besarla porque me iba a ahogar. Me echo las manos a la cabeza. Ella tiene un nombre, pero yo sólo rezo para que no se despierte.
Aún sentado en el suelo, miro a mi alrededor tan despacio que me da tiempo a inspeccionar toda la habitación para acabar mi viaje en el espejo. Entra demasiada luz por la ventana. Una claridad tan intensa y limpia que sería capaz de expiar todos los pecados de quien cayera en sus brazos. Cierro los ojos con fuerza y vuelvo a abrirlos. Las paredes parecen pintadas de otro color más denso, juraría que este juego de sábanas no lo había visto en mi vida. ¿Desde cuándo me gusta el beige? Extrañado, dirijo la mirada hasta el espejo, con ganas de reconocer algo propio, ansiando tranquilizarme con algo tan absolutamente conocido por mí como yo mismo. El cuadro es hermoso desde aquí: veo el lateral del colchón, un brazo femenino fino y flexible descansando sobre él señalando levemente con el índice hacia la puerta. Sonrío: parece que esté indicándome la salida. La salida de mi propia habitación. En la imagen su rostro oculto contrasta con el mío visiblemente lleno de admiración. Ella calla. Yo lo digo todo con la mirada: eres hermosa. Calla.

Decido, tras pensármelo unos minutos, volver a levantarme y caminar hacia la cocina. El vaivén de mi cerebro no me deja pensar con claridad. Guiado por la costumbre, me detengo ante el banco de la cocina. Miro extrañado el hueco vacío que debiera ocupar la cafetera. Agudizo la vista y poco a poco me voy dando cuenta aterrorizado de que todo el habitáculo es diferente a como yo lo recuerdo, a como es. La distribución de las paredes coincide, pero las cosas que hay no son mías, el mobiliario me es ajeno, en lugar de mi reloj de pared hay un calendario chino. Grito asustado: ¿Dónde estoy?. Voy corriendo hacia mi habitación y descubro que tampoco es la mía. ¿Cómo no he podido darme cuenta antes? ¡Parecía tan familiar! ¡Pero algo no cuadraba! No son solamente las sábanas o el color de las paredes... No sé dónde estoy. ¡No sé dónde estoy! ¿Y esta desconocida que duerme? ¿Es la chica de anoche? ¿Es la dueña de esta casa? Me tranquilizo con esta reflexión. Es posible que me invitara a su piso y aquí me quedara dormido. Sí, eso es. No la despiertes.

Veo de refilón mi imagen en el espejo, esta vez parezco más un animal asustado que una persona. La misma expresión que la de Klaus, mi gran danés, cuando presenciaba una tormenta. El pobre animal sufría con el estallido de los truenos. Cada relámpago era como el flash de una cámara alumbrando su cara de pánico. Respiro profundamente. Sigo mirando mis facciones en el espejo. Algo hace que me acerque a él, a mi otro yo. Me arrimo cada vez más, hasta fijar la mirada en mis propios ojos. En mis otros ojos. Este espejo se parece mucho al mío, al que tengo colgado en la habitación. Diría que la pieza es idéntica, es mía. Casualidades y tiendas comunes, pienso. Algo hace que siga mirándome fijamente en él. Intuyo que la resaca y haber dormido poco me causan esta sensación. Tonterías que hace uno cuando tiene sueño. Continúo mirándome cada vez más de cerca, tanto que mi nariz entra en contacto con el material reflectante. Mi respiración dibuja nubes opacas en él que van cambiando de tamaño. Oigo un tintineo ¿Qué ha sido eso? No me giro buscando el origen del sonido. La atracción que ejerce sobre mí el espejo lo impide. Apoyo inconscientemente la palma de mi mano derecha en la superficie. Frío vertical. Vuelvo a oír el tintineo. Aprieto con mis dedos el cristal, como si buscara ahí el origen de esas notas musicales cuando noto cómo va ablandándose a mi paso. Está cediendo ante mi palma, ante mi empeño. Como un sol intruso poniéndose sigiloso entre las nubes. Es una sensación natural, automática, metálica, esperada, me completa. Mi mano va desapareciendo dejando a su paso restos de cristal resquebrajado que ya no corta. No me hiere. Quiere que entre. Me quiere entero. Sin dudarlo, avanzo con una pierna, luego con la otra y todo mi cuerpo traspasa aquel delicado manto que separa lo desconocido del origen de todo.

Lo primero que alcanzo a ver es un cielo celeste, hermoso, con nubes jugando por el horizonte. El aroma a pino siempre me ha entusiasmado. Sonrío con ganas. Hacía tiempo. Veo a lo lejos una sombra que se acerca al mismo ritmo que el tintineo que había oído antes. No.. no puede ser.. ¿Klaus? ¡Klaus! Es Klaus, mi perro, mi cachorro, mi amigo atormentado en las noches tenebrosas. Cuántas veces habíamos jugado con la complicidad de los hermanos. Se lanza sobre mí y empieza a lamerme. ¡Tranquilo, tranquilo! ¿Cómo estás, campeón? Te veo en forma. Estas palabras resuenan en el interior de mi cabeza... ¿Te veo en forma?... Klaus hacía ocho años que había muerto atropellado por una furgoneta Volkswagen azul. Esta máquina del diablo se me había aparecido en sueños a menudo después del sangriento suceso y se dedicaba a alumbrarme con sus faros y a despertarme entre gritos. ¿Qué estaba pasando? Venga hombre, pienso para mí, he atravesado el espejo después de una noche de borrachera, me reencuentro con mi perro muerto... Sólo falta que se me aparezca la abuela Marta sujetando una de sus bandejas de magdalenas recién horneadas...

Me empiezo a reír ante tales locuras esperando despertar en mi propia habitación, arropado por las sábanas, dispuesto a afrontar un nuevo domingo casero con aroma a café y cine antiguo. La risa frena en seco. Klaus lloriquea como un bebé. Mis ojos se clavan en el espejo, puerta de entrada a este lugar. Veo el cuarto donde he dormido desde el otro lado. Ese cuarto desconocido con esa desconocida durmiendo. Ella despierta de pronto, arquea la espalda y estira los brazos. Se levanta, hermosa, y aparta por fin sus cabellos de la cara. Mira hacia donde yo estoy. Esa calavera que tiene por cabeza me mira. Ahora vuelve a señalarme con su dedo índice hacia la puerta, donde ha dejado descansando por un rato su guadaña.


Autora: Yol
Relato incluido en el recopilatorio del I Concurso de Fantasía ¡Ábrete libro!