viernes, 6 de enero de 2017

ASCENSO


Mil novecientos cuarenta, mil novecientos cuarenta y uno, mil novecientos cuarenta y dos… El ascenso era duro, pero su persistencia implacable. Los sucios escalones se desplegaban ante su mirada como un abanico de piedra inexpugnable. Una torre se vislumbraba a lo lejos; un faro, quizá. Su tesón, imperturbable, le recordaba que tenía que llegar a lo más alto, hasta la cima, para poder cumplir con su misión. Una misión que no recordaba quién se la había impuesto o de dónde había salido; ni siquiera si había sido él mismo el promotor de la misma o si obedecía a alguna especie de salvación individual o colectiva. Sólo sabía que era Navidad y que debía seguir ascendiendo.
          Ladeaba la cabeza de vez en cuando, distinguiendo algún pájaro aproximándose a su posición. Le habría gustado detenerse durante un rato, sentarse en uno de aquellos fríos escalones y observarlos. El sueño del hombre: volar. Pequeños jirones de niebla cruzaban a su paso enredándose entre sus piernas. Le habría encantado parar y descubrir sus caprichosas formas y, por qué no, jugar con ellas mientras recobraba el aliento pero, sin planteárselo, continuaba hacia arriba. Y el cielo bajo sus pies.
Dos mil, dos mil uno, dos mil dos… El frío en el rostro ajaba su piel y los profundos surcos que empañaban sus párpados anulaban el brillo que una vez tuvieron sus ojos. El cabello más cano, los huesos dolorosamente débiles y un temblor en las manos provocado por el cansancio y el ansia de llegar al final. Su figura, cada vez más encorvada, ya no se ladeaba para observar las nubes de cuando en cuando o para intentar calmar su piel bajo el cálido sol. Una única finalidad; un destino.

Y dos mil diecisiete. Tensión, nervios y angustia. Una alegría opaca palpitaba en sus sienes mientras se convencía de que por fin había llegado. La cima estaba ahora bajo sus pies. Entonces miró. Al fin sus ojos vieron lo que había allí arriba. Nada. No había nada. Tembló, incluso se ruborizó y, muy lentamente, osó mirar. Desde esa perspectiva, lo que vio abajo le pareció mucho más apetecible que cuando lo tenía al alcance de la mano. Giró sobre sí mismo y contempló la empinada escalera de piedra que había sido su única compañera en todo ese tiempo. Los escalones fríos y grises que se lo habían puesto tan difícil aparecían ahora como una preciosa escalera de caracol plagada de aves volando y volutas de vapor avanzando lentamente. Un camino del que no había disfrutado. Le pareció precioso. Volvió a mirar hacia abajo, hacia el llano que abrazaba a su ciudad, su gente, los festejos navideños. Hacia el calor.

Sólo tuvo que saltar para alcanzarlo.

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